Entre hilos, alfileres y décadas de saber heredado, la Asociación de Roseteras y Caladoras Tomasita de Arona trabaja por mantener viva una de las tradiciones más antiguas y representativas del sur de Tenerife: la roseta.
Desde este colectivo, compuesto mayoritariamente por mujeres, se impulsa una labor de rescate cultural que, según su presidenta, Patricia Galbarro, va más allá de la artesanía: “Debemos rescatar, conservar y enseñar”.
Galbarro denuncia una “injusticia histórica” que aún persiste. Asegura que la roseta “nació en el Sur de la Isla”, y sin embargo, el único museo dedicado a esta técnica se encuentra en el norte, en La Orotava. Por eso, afirma con claridad: “Necesitamos y debemos tener un centro de divulgación”.
Primera guerra mundial: el gran freno
La roseta -esa técnica minuciosa de encaje nacida del ingenio femenino- ha sido una de las expresiones más representativas del patrimonio artesanal canario.
A finales del siglo XIX, la roseta dejó de ser una labor doméstica para convertirse en una pequeña industria, impulsada por empresas extranjeras radicadas en el Puerto de la Cruz que comenzaron a exportar estas piezas.
El auge se frenó con la Primera Guerra Mundial, que interrumpió el suministro de materiales. A esto se sumó, en los años 30, la competencia desleal entre exportadores, lo que redujo los márgenes de beneficio y forzó la producción de diseños más simples y baratos, lo que terminó perjudicando directamente la calidad y el valor de esta tradición.
Durante el siglo XX, muchas artesanas abandonaron la actividad ante las duras condiciones laborales y la expansión del sector turístico, que ofrecía empleos más estables. La alerta definitiva llegó en 2016, cuando la tradición estuvo a punto de desaparecer.
A pesar de los reveses, apenas unas pocas mujeres la practican hoy en día. Muchas de ellas sin reconocimiento oficial, sin registro, sin carnet, sin incentivos de las administraciones, pero con el mismo amor que sus madres o abuelas les transmitieron durante generaciones.
“La mayoría están jubiladas, pero siguen aquí, por amor al oficio, por respeto a las que nos enseñaron”, asegura Galbarro.
“La tradición del calado y la roseta nació en el sur. Eso es así”, afirma con rotundidad. Lo avalan los testimonios, lo recuerdan las abuelas, y lo exige la lógica: su continuidad debería estar ligada a los centros educativos. Pero esa conexión hoy brilla por su ausencia, en contraste con la riqueza histórica que la respalda.
“Arona, Vilaflor, San Miguel… ahí se encontraba el epicentro”, explica la artesana. Pero con el tiempo, el reconocimiento institucional —y también turístico— se desplazó.
En La Orotava se encuentra el Museo Iberoamericano de la Roseta y Artenerife, ubicado en un antiguo convento. Pero como bien apunta Galbarro, “allí tienen piezas que vienen de fuera, no solo de Canarias”. ¿Dónde queda el sur, entonces?
La roseta no fue adorno. Fue sustento y economía de resistencia. Las mujeres hacían docenas de piezas para intermediarios, y con los restos de hilo creaban algunas más, que luego vendían directamente. También se usaba como moneda de trueque: por platos, harina, leche en polvo. Era arte, pero también supervivencia.
Hoy, desde la Asociación Tomasita, las rosetas siguen tejiéndose cada viernes por la tarde en Arona, entre charla, paciencia y memoria. Son unas 40 socias, con unas 20 o 30 activas. “Rescatamos modelos tradicionales, pero también innovamos: pamelas, pajaritas, ligueros, pendientes, incluso piezas en resina”, explica Galbarro. La intención no es vender, es rescatar. “Lo primero es que no se pierda”.
Olvido institucional
La queja no es nueva, pero sí urgente. “Todo se ha centralizado en el norte: los talleres, las exposiciones, la visibilidad. En la web del Cabildo no hay ni un taller más allá del sur de Candelaria”, denuncia Galbarro.
“Los ayuntamientos hacen lo que pueden. Pero el desarrollo llegó más tarde al sur y eso hizo que se lo llevaran todo para arriba. Y eso que el sur tiene historia, tiene identidad. No es sólo turismo”.
Justamente el turismo, ese sector que teje las distintas realidades sureñas, es también una oportunidad desperdiciada. “El sol se vende sólo. No hace falta promocionarlo, pero ¿y nuestra cultura? ¿Y nuestras tradiciones? Eso también debería venderse. Es parte del folclore sureño ¿Por qué no hay rutas culturales por Arona? Hemos hecho exposiciones de rosetas y no va nadie. Falta promoción, falta apoyo real”, denuncia.
La transmisión oral de la técnica enfrenta su mayor reto: el tiempo. Muchas artesanas superan los 70 años. “Las más óvenes tenemos 47, 49… No es una técnica que esté viva en las nuevas generaciones”.
Y a eso se suma lo que la presidenta describe como “el egoísmo del saber”: “Hay gente que no quiere enseñar lo que sabe. Dicen que les vamos a quitar el trabajo… Pero si ni sus hijos quieren aprender, ¿qué va a pasar cuando esa persona falte? Se pierde todo ese saber. Y es una pena”.
Frente a eso, en Tomasita se enseña, se comparte y transmite de generación en generación, como se ha divulgado esta técnica.
“Yo no he inventado la roseta. A mí me la enseñó mi suegra, y a ella su madrina. Yo ahora enseño lo que sé”, insiste.
El valor que no cabe en un carné
El carnéde artesano, documento promulgado por el Cabildo de Tenerife que reconoce oficialmente la condición de artesano y permite acceder a diversos beneficios y apoyos, es útil, reconoce Galbarro, pero no esencial. “Para una asociación sin ánimo de lucro como la nuestra, no tiene sentido. Que nadie me diga que una persona no es rosetera porque no tiene un carnet. Las grandes roseteras del sur no lo necesitaban para demostrar su arte”.
El arte está en las manos, en las historias, en las piezas que cruzaron el Atlántico en las maletas de quienes emigraron, en los sudarios tejidos para las procesiones, en cada hilo anudado con paciencia. “Esto no son manualidades. Esto es cultura viva”, sentencia.