El genio que conversaba con la naturaleza

Juan Alfredo Amigó, amigo de César Manrique y una de las personas que trabajó codo con codo en sus grandes proyectos, revela para el DIARIO anécdotas inéditas del artista que demuestran su sensibilidad con el medio ambiente. “Cada vez que venía al Puerto de la Cruz le hablaba a un árbol que había salvado”, confiesa
De izquierda a derecha: José Luis Olcina, Manuel Iglesias, Juan Alfredo Amigó, César Manrique, Luis Díaz de Losada y Manuel Florián de Tomás Ibáñez, en la inauguración del Lago Martiánez. DA
De izquierda a derecha: José Luis Olcina, Manuel Iglesias, Juan Alfredo Amigó, César Manrique, Luis Díaz de Losada y Manuel Florián de Tomás Ibáñez, en la inauguración del Lago Martiánez. DA
De izquierda a derecha: José Luis Olcina, Manuel Iglesias, Juan Alfredo Amigó, César Manrique, Luis Díaz de Losada y Manuel Florián de Tomás Ibáñez, en la inauguración del Lago Martiánez. DA

Apasionado, sincero, espontáneo, único. Son los calificativos que más repiten los colaboradores y amigos de César Manrique para definir al genio conejero en el 25 aniversario de su muerte. Su gran sensibilidad por la naturaleza quedó de manifiesto en su obra y en su mensaje, pero también en anécdotas menos conocidas, algunas de ellas inéditas, como sus conversaciones a solas con un árbol salvado de una muerte segura o sus caricias a piedras que mimaba como auténticas obras de arte.

Juan Alfredo Amigó fue una de las personas que mejor conoció a César Manrique. Su amistad nació, caprichos del destino, el 25 de septiembre de 1967, justo el mismo día en que, 25 años después, la muerte le sorprendería en un cruce próximo a la Fundación, inaugurada seis meses antes. Amigó, junto con José Luis Olcina, ambos ingenieros de caminos, trabajaron codo con codo con el artista lanzaroteño en proyectos de gran envergadura, como la zona de piscinas del Puerto de la Cruz, el Lago Martiánez, Playa Jardín o el Parque Marítimo de Santa Cruz, entre otros.

Como ya relató el propio Amigó en una reciente publicación de DIARIO DE AVISOS, “Manrique era capaz de ver belleza donde los demás no veíamos nada”. Esa facultad, unida a su gran sensibilidad por la naturaleza y su capacidad para hallar soluciones creativas inimaginables, lo convirtieron en un referente del arte vanguardista.

“Íbamos en el coche por el Sur y de repente decía: “¡Para, Luis!” (Luis Díaz de Losada, constructor); y el coche se detenía en un lugar junto a una cantera donde no había nada. Él se bajaba, miraba a su alrededor y nos decía que aquel paisaje rodeado por lava era de una belleza espectacular. Yo había pasado por allí más de 500 veces y jamás me había fijado. Desde que hizo aquel comentario nos dimos cuenta de que aquel sitio era precioso”, recuerda Juan Alfredo Amigó, protagonista en primera persona de aquella experiencia.

Y es que la mirada de César traspasaba la realidad para descubrir otros mundos, cuya visibilidad parecía reservada para los genios. Su desorbitada creatividad le llevó un día a coger unos árboles que vio tirados en la carretera para plantarlos al revés en el Lago Martiánez. A los pocos meses, la imagen de aquellos troncos secos con las raíces apuntando hacia el cielo fue portada de una revista internacional.

“Otro día cogía una piedra y decía: “Qué maravilla de la naturaleza, fíjense en la textura, en su forma, en su suavidad, tóquenla”. Y nosotros veíamos aquella piedra, que llevaba allí no sé cuánto tiempo y en la que nadie se había fijado ni le hacía caso, y reparábamos en que era una maravilla. Él nos decía que el mar había tardado miles de años en darle la forma que tenía: “¡Esta es una obra de arte del carajo!”, concluía. Por ejemplos como ese, Amigó admite que el artista le “educó la mirada”. “Me activó una facultad para ver bellezas donde antes ni prestaba atención y te diría que ni me interesaba. Puedo asegurar que me cambió la forma de valorar muchas cosas que nos rodean”.

“Cogía una piedra y nos decía: ‘fíjense en su textura, en su forma, en su suavidad, ¡es una obra de arte del carajo!”

Sus colaboradores más estrechos durante sus últimos 25 años, comprobaron en varias ocasiones cómo era capaz de improvisar sobre un papel proyectos de una gran complejidad. El ejemplo más conocido es el del Lago Martiánez, en la costa del Puerto de la Cruz, que nació en una pizzería. “Estábamos almorzando, cogió una servilleta y empezó a dibujar y a explicarnos lo que tenía en su cabeza: “Esto será un conjunto de islas, con un gran chorro, esculturas… y por la noche se convertirá en una esmeralda”. Nos dio el papel y José Luis y yo estuvimos trabajando meses para plasmarlo en un proyecto”.

Pero también hay historias que no se han contado y que revelan la enorme sensibilidad del pintor y escultor. “Una vez, cuando llegó al Lago Martiánez a ver cómo iba la obra, descubrió que había un árbol que parecía un elemento extraño que había nacido junto al mar en una zona de escombros. Decidimos salvarlo. A partir de ahí, cuando llegaba, lo primero que hacía era ir a ver su árbol. Se plantaba delante de él, lo tocaba, lo acariciaba y le hablaba. Era como una liturgia que practicaba en soledad. Lo trataba como lo que era, un ser vivo al que habíamos salvado”. Con gestos como ese, César se ganaba a su equipo de colaboradores. “Era un tío estupendo con una enorme sensibilidad, alegre, al que no vi llorar nunca y sí vi reír muchas veces”.

El Lago Martiánez fue una de las obras de mayor envergadura de Manrique. DA
El Lago Martiánez fue una de las obras de mayor envergadura de Manrique. DA

El pueblo estaba detrás

Con el paso de los años y ante el boom turístico de los años 70 y 80, César Manrique se convirtió en un activista que le declaró la guerra a la especulación y a las construcciones urbanísticas que destrozaban el paisaje. Llegó a calificar a los constructores que buscaban ganar dinero fácil como “asesinos del pensamiento”. Los políticos le respetaban pero, sobre todo, le temían. Eran conscientes de que el artista conejero levantaba un dedo y el pueblo iba detrás. Llegaba al corazón de la gente. Sería imposible enumerar las veces que, tanto en privado como en público, afeó a alcaldes, concejales, representantes de cabildos y de los gobiernos de Canarias y estatal. Le daba igual quién fuera el destinatario de sus críticas y el cargo que ocupara si se trataba de denunciar lo que él consideraba una aberración, especialmente toda aquella edificación que superara las tres plantas de altura. Sus colaboradores jamás olvidarán el día que el ministro franquista de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella, visitó las obras del Lago Martiánez. “En un momento dado, César lo cogió, lo llevó hasta unas jardineras, lo sentó y le dijo: ‘Mira tú lo que los políticos han permitido aquí en el Puerto de la Cruz, dejando construir en primera línea y tapando todas las vistas’. El ministro aguantó el chaparrón como pudo y casi ni rechistó. Así era César, espontáneo, sincero, único”, relata Amigó, presente en aquel episodio.

El respeto que le tenían era tal que cada vez que un concejal intentaba inmiscuirse en algún proyecto con ideas difícilmente realizables desde un punto de vista técnico, su equipo recurría a una pillería para desmontar la propuesta. “Al día siguiente le decíamos: se lo hemos comentado a César y no le gusta. Ahí se acababa el debate”.

En Tenerife, su segunda casa, los taxistas se negaban a cobrarle

César se sentía en Tenerife como en su casa. De hecho, en esta isla desarrolló grandes proyectos de la mano de Amigó, José Luis Olcina y el constructor Luis Díaz de Losada. “En nuestro caso lo acogimos como si fuera de la familia, hasta el punto de que él se refería a nosotros como su familia chicharrera. En ocasiones se quedaba en casa y comía lo que hubiera, ya podía ser un plato de potaje o una tortilla a la francesa. Él no tenía ningún problema”. Su impresionante carisma se detectaba cada vez que cogía un taxi en Santa Cruz o en cualquier punto de Tenerife. “Ninguno le cobraba; le decían: “Don César, cómo le voy a cobrar, si es un honor llevarlo”. La bajada de bandera no existía para él. “La gente aquí lo adoraba, y detalles como ese le hacían querer aún más a esta isla”.

“Hay que tener mucho cuidado en este cruce, es peligrosísimo”

Juan Alfredo Amigó, que elegía todos los años la isla de Lanzarote para sus vacaciones de verano, no puede borrar de su mente el día que César Manrique le recogió en su jaguar, junto a su mujer y a sus hijos para enseñarles la Fundación, en plena construcción, en Taro de Tahíche. “Cuando llegamos al cruce donde tendría el accidente que le costaría la vida nos dijo: “Aquí hay que tener mucho, pero mucho cuidado, porque esta salida es peligrosísima”. Esas palabras las tengo grabadas en mi cabeza. Tanto José Juan Ramírez (presidente de la Fundación) como José Luis Olcina y yo pensamos que le tuvo que pasar algo previo al accidente, porque él era muy prudente en ese cruce. O se despistó o cogió algo en ese momento…”.

Los días previos a su muerte, César Manrique, a sus 73 años, daba muestras de encontrarse en un momento vital y creativo óptimo. “Estaba perfecto, lleno de vida, en unas condiciones tremendas y con una enorme vitalidad. En el último viaje que hicimos un par de meses antes del accidente no paraba de darnos ideas y de ilusionarse con nuevos proyectos”. La muerte lo truncó todo. Su vehículo no pudo esquivar un todoterreno en el cruce que tanto temía. Su funeral se convirtió en la mayor muestra de dolor que se recuerda en Lanzarote. Su desaparición dejó en estado de shock a las Islas, huérfanas desde entonces de un líder social con su carisma arrollador y su influencia popular. Y es que, además de un icono del arte, César fue un activista del sentido común.

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