arona

“Antonio y Carmen lo dieron todo por tener ese hijo”

Consternación en Guaza por el triple crimen; mientras sus vecinos destacan la ejemplaridad del matrimonio y el abuelo, una vecina afirma que “el chico no era sociable”
Triple asesinato en Guaza. Andrés Gutiérrez

Ángel fue uno de los últimos vecinos que vio con vida al matrimonio formado por Antonio Ortega y Carmen Martín. Ayer no salía del estado de shock. “Estuve con ellos el fin de semana pasado, el sábado con él y el domingo fui a misa con ella. Don Luciano [el padre de Carmen] solía jugar al dominó por las tardes en el local de la asociación de vecinos de Guaza. Yo mismo lo llevaba muchas veces porque en los últimos meses había dado un bajón y ya le costaba caminar. Era una familia ejemplar, excelente, que daba lo que no tenía”, asegura este gallego, natural de Pontevedra, que reside en el sur de Tenerife desde hace 30 años.

Cuando le preguntamos por Ricardo, el hijo del matrimonio, cambia la expresión de su rostro: “Ahí ya no me meto, parece que estaba estudiando fuera, pero no sé mucho más”. Eso sí, deja claro que sus padres, y especialmente su madre, siempre se preocuparon mucho por él: “Sé que ambos lucharon mucho por tener ese hijo, lo dieron todo”. A Ángel le cuesta articular palabras mientras contempla cómo entran y salen guardias civiles de la finca de plataneras de más de 25.000 metros cuadrados que da acceso a la vivienda situada en el número 7 de la calle Amelga. “¿Quién se espera que pueda pasar esto?”, se preguntaba, entre lágrimas, una y otra vez.

A las 12.15, la puerta principal de la finca se volvía a abrir para que saliera el furgón de la empresa de servicios funerarios que transportaba los tres cadáveres. Antes salió, en un vehículo con las lunas tintadas, el hijo y nieto de las víctimas. Inocencio no se lo cree. Era amigo de Antonio, cliente suyo desde 1984 de un taller que tenía en Los Cristianos. “¡Quién no conocía a Antonio, el de los puros palmeros!”, exclama. También compartió con don Luciano partidas de dominó y de cartas, la última hace solo dos semanas. El profesor, como lo llamaba cariñosamente Inocencio, disfrutaba cada tarde cuando su hija lo dejaba en la asociación para “echarse unas partidas” con sus amigos. Era su mejor momento del día y como tal lo disfrutaba.

“Se queda uno de piedra, no sé ni qué decir ni dónde estoy”. A pesar de su buena relación con la familia, asegura que no llegó a conocer a Ricardo. “Sabía que Antonio tenía un hijo adoptado, pero no recuerdo hablar nunca con él de ese tema”, afirma Inocencio, que en alguna ocasión visitó la vivienda para recoger alguna caja de puros palmeros que le traía su vecino. “Es difícil entrar a la casa, las perras no paran de ladrar y también tiene alarma”. En cambio, en la madrugada de ayer ningún vecino oyó un ladrido. Nada sobresaltó a los perros. Patricia, una joven de 27 años que reside en la calle Temple, a menos de 100 metros de la vivienda donde ocurrieron los hechos, sí conoció a Ricardo. “No me puedo creer que ese pibito haya hecho eso, me cuesta muchísimo asumirlo, es imposible”. Hace tres años, esta vecina de Guaza le regaló un cachorrito al joven y recuerda que aquel día vino con su padre hasta el portón de su casa para elegir la cría de una camada, producto, casualmente, del cruce del perro de Ricardo y la perra de Patricia. “¿Cuál te gusta?”, le preguntó su padre, “y él eligió una perrita que hoy es enorme y un poco agresiva”. “Yo le veía cariñoso con los animales. De vez en cuando salía a correr por aquí con la perra. Le gustaba cuidarse”.

Patricia recuerda al joven en la finca familiar, “siempre con su padre y abuelo entre las plataneras”, pero subraya una característica de su personalidad: “Muy sociable no era, porque yo nunca lo vi hablar con gente del barrio”. La joven, que fue la primera vecina que se percató de que algo raro pasaba, al descubrir a las seis de la mañana a varios guardias civiles con linternas rastreando el solar frente a su casa, coincide con el resto del vecindario a la hora de destacar la buena relación del matrimonio.

“Se llevaban muy bien, salían y entraban siempre juntos, el mes pasado los vi caminando con su hijo, y el abuelo era una muy buena persona, muy tranquilito”, apunta Patricia, que aún conserva en su móvil el vídeo del incendio que sufrió hace meses una parte del invernadero familiar al prenderse fuego un coche aparcado al lado de las mallas exteriores, cuyos desperfectos fueron reparados por su propietario.

En la cabeza de Antonio se agolpaban los recuerdos de Venezuela, la tierra a la que emigró desde La Palma, su isla natal. “Yo creo que a él le pasaba como a mí, que cerraba los ojos y veía Caracas”, afirma José, amigo que también buscó un porvenir durante 28 años en la Octava Isla y que trabajaba en el bar Guaracarumbo, donde solía ir a desayunar Antonio y donde daban buena cuenta de sus puros palmeros. “Me hablaba mucho de Venezuela y solíamos recordar anécdotas y hacer bromas de lo que pasamos allá”. José, ya jubilado, califica a su amigo de “buena persona”, aunque, como la mayoría de los vecinos, tampoco conoció a su hijo.

TE PUEDE INTERESAR