Recuerdo que me lo dijo Juanma, Juan Manuel Bethencourt, apasionado del baloncesto, y de los deportes, hace unos 15 años: “Norberto ese chico va a ser la bomba”. Hablaba de Ricky Rubio, que con 193 centímetros, o menos que medía entonces, era capaz de ser el máximo encestador, asistente y reboteador de un Campeonato de Europa cadete.
La primera vez que tuve la oportunidad de hablar con él, cuando ya había debutado en la ACB, tenía18 años. Fue el verano de 2009, en la presentación en CajaCanarias del Campus de Buenavista que organizaba por tercer año consecutivo José Carlos Hernández Rizo.
Aquel viaje lo hizo con su hermano Marc y sus padres, Esteve y la tristemente desaparecida Tona Vives -falleció hace tres años de un cáncer-, y días más tarde tuvimos tiempo de hablar largo y tendido en el recién inaugurado hotel del campo de golf.
Le costaba arrancar a hablar, pero cuando lo hacía, su tono y sobre todo su mirada, reflejaban el hambre de éxito que tenía, la búsqueda casi de perfección, esa que le llevó del Joventut al Barcelona y luego a la NBA donde diez años más tarde sigue en alza, como lo ha hecho con la selección española, a la que ha situado, junto a Scariolo y la defensa, en la cúspide mundial.
Hace trece años, con el Chacho tinerfeño, fuimos campeones del mundo en Japón, cuando Ricky ya despuntaba como un infantil, y ahora, en el otro poderoso asiático, China, nos volvemos a colgar la medalla de oro. Y entre otras razones, por jugadores como Ricky Rubio, quien nunca dejó se perseguir el más difícil todavía, superando trances como la temprana pérdida de su madre. “Mi madre me sigue guiando, aunque no esté, así lo siento”, recordó ayer el mejor jugador del Mundial de China.