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La vida estoica de Ousman: de la soledad del desierto a sus ‘ángeles’ de Barcelona

El joven ghanés, invitado este viernes al festival Mumes, cumple su encomienda de dar voz a miles de almas que han muerto intentando emigrar

Tres semanas vagando por el desierto del Sáhara, sin víveres y hallando cadáveres a su paso, tras caer preso de unos estafadores que le prometieron una vida mejor en una ciudad próxima a su país natal, Ghana. Parece el argumento de una de esas películas de género dramático que consiguen arrancar lágrimas a los espectadores, pero se trata de las vivencias de Ousman Umar, un joven que con apenas 13 años decidió emprender un largo viaje en busca del llamado sueño europeo, ese del que escuchó hablar cuando trabajaba de sol a sol a cambio de propinas, ayunando por necesidad y aguantando todo tipo de reveses.

Hoy, sin embargo, su situación es bien distinta: tiene un grado universitario en Relaciones Públicas, Marketing y Administración de Empresas, un máster en Cooperación Internacional, y preside una ONG mediante la que ha hecho posible que más de 20.000 compatriotas tengan acceso a una educación. Y el viernes, a partir de las 20.00 horas, compartirá vía streaming algunos de los pasajes de su historia de superación permanente, recogidos en el libro Viaje al país de los blancos (Plaza y Janes, 2019), en el marco del XVII Festival Mumes de Músicas Mestizas y + que tendrá lugar en el Centro Cultural de Los Cristianos, en Arona.

“Vivía en una aldea en medio de la selva tropical, por lo que mi conocimiento del mundo exterior era prácticamente nulo; no tenía acceso a ninguna información”, explica el ghanés a DIARIO DE AVISOS sobre sus primeros años de vida, en los que aún no era consciente de lo que le deparaba el destino. De hecho, cuenta que “para ir al colegio caminaba siete kilómetros al pueblo de al lado todos los días, sin contar los recorridos para ir a buscar agua”. Las únicas ocasiones en las que podía mirar más allá de la rutina a la que estaba abocado coincidían con la época de cosecha de la yuca: “Había siempre alguien que venía con una pantalla y un proyector y nos ponía películas de Arnold Schwarzenegger”.

Pero un día, un medio de transporte tan común para los canarios como el avión le cambiaría la vida a Ousman. “Vi uno volando por encima de mi pueblo. Cogí una piedra, la tiré hacia arriba y no entendí por qué no era capaz de mantenerse en el aire”. Ello despertó una curiosidad en él que, afirma, “me llevó a escuchar hablar por primera vez de los blancos: los aviones eran aparatos fabricados por ellos y para ellos”. No obstante, con el paso del tiempo llegaría a una reflexión más profunda, y es que debía salir del pueblo donde se crió para buscar respuestas.

A los nueve años lo enviaron a la ciudad de Techiman para que aprendiera el oficio de soldador, vista su habilidad para construir juguetes. “En aquel momento”, aclara, se despertó en él “mi intención de poder llegar al país de los blancos”. Aunque la vida era más dura de lo que imaginaba, ya que “trabajaba en un taller arreglando coches y taxis como chapista y pasaba bastante hambre; el jefe solo me daba algo de comer cuando le sobraba”. No poderse llevar absolutamente nada a la boca era algo nuevo. En la localidad de la que es originario siempre podía recurrir a los mangos: “Los tenía para desayunar, almorzar y cenar”. Pero en la urbe debía conformarse con las limosna de su superior.

Más tarde se trasladaría a la ciudad jardín, Kumasi, donde estuvo tres años hasta marcharse a Tema, que “era el puerto de Ghana, el lugar al que llegaban los barcos con toda la maquinaria de Europa”. “Cuando vi el mar por primera vez me imaginé cómo podía llegar a ver a los blancos; el sueño europeo cada vez iba en aumento”, confiesa. Fue en ese enclave en el que le recomendaron que se desplazara a Libia, puesto que al parecer, en el país vecino “tendría un sueldo a final de mes”, oportunidad ante la que, concreta, “se me iluminó la cara y busqué la manera de llegar”. “Descubrí que muchos camioneros del puerto cargaban sal y productos de Occidente para trasladarlos a Níger o Chad”, relata, motivo por el que “pedí a uno que me llevara a Níger para de ahí seguir a Libia”.

Aunque, de nuevo, le aguardaba un tortuoso recorrido. Había cumplido hace poco los 13 años, y para llegar a su siguiente parada se vio obligado a hacer contrabando de tabaco, caminar por la noche hasta el otro lado de la frontera con Burkina Faso y, por la mañana, subirse al vehículo que lo conduciría a la tierra prometida. “No fue nada agradable, pero conseguí llegar a la capital, Niamey”, declara. Eso sí, tenía claro que su destino final era Libia, y en Níger había más gente que, como él, quería un salario fijo.

LOS ESTAFADORES

En Agadez, una comuna nigeriana situada en pleno desierto del Sáhara, le dijeron que había dos opciones para cruzar el páramo: “Unos camiones que iban cargados hasta arriba de todo o unas personas con turbantes que nos llevarían en unos Land Rover; con ellos estaríamos solo tres días, y en el camión dos semanas”. Ousman optó por la vía más ágil, para la cual tuvo que permanecer hacinado en una casa junto a otros tantos nómadas, “hasta que nos reunimos cerca de 50 personas”. Y lo cierto es que, en los momentos previos, solo podía sentir miedo. “Estábamos encerrados sin saber cuándo saldríamos; una vez pagado ya no tienes voz”, dice. Luego se subieron a tres coches en los que “nos empaquetaron como sardinas”. “Salimos y estuvimos cinco o seis horas con el coche hasta el medio del desierto y, de repente, nos hicieron bajar. Dijeron que iban a buscar agua y gasolina y que nos vendrían a recoger otra vez. Lo que no sabíamos es que eran traficantes que nos habían abandonado”, reconoce apenado.

Durante las 24 primeras horas existía un pequeño halo de esperanza a que volvieran, pero al marcar el Sol el ecuador del día se dieron cuenta de que su viaje había terminado. Entonces se levantó un hombre que dijo conocer el camino hacia Libia. “Se puso a caminar y lo seguimos”, añada el ghanés, aunque poco después, al darse cuenta el varón de que estaba marcando los pasos de los demás, les exigió dinero. “Se quedó con las monedas que nos quedaban”, asegura, al tiempo que narra las penurias que atravesó en el desierto, soportando las inclemencias del calor diurno y el frío nocturno. “Aquel tramo, de tres semanas, fue demasiado duro. Cada vez que lo explico pienso que es imposible volver a vivir una experiencia parecida. Lo único que puedo decir es que ese es el infierno; que no está abajo, que está aquí y solo depende de dónde se encuentre uno”, admite.

A cada paso, más cadáveres de tristes soñadores hallaban: “Al principio los intentabas enterrar, luego mirábamos los documentos que tenían para informar que los habíamos encontrado muertos, aunque llegó un momento en el que solo pensábamos en si tenían alguna cosa que nos pudiera servir. La supervivencia pura y dura”. La deshidratación fue acabando, poco a poco, con la vida de su medio centenar de compañeros. Era tal su desesperación, que “el que conseguía mear para beberlo era un afortunado”. Y, finalmente, “solo seis llegamos con vida”, algo que le ha llevado a pensar que “el cementerio más grande del mundo es el desierto”, frente a la visión europea de que el drama migratorio solo se produce en el mar.

En tierras libias, por si fuera poco, hizo frente a otros obstáculos, ya que “era menor, no hablaba árabe, no tenía dinero, ni dónde dormir, vivir o comer”. Fue engañado una vez más por las mafias, se movió a Trípoli, a Ghadames, luego a Túnez, Argelia, Marruecos…un tour de supervivencia que le conduciría al Sáhara Occidental, “desde donde comenzamos a coger las pateras”. En una de las primeras iba su mejor amigo, Muza, que falleció en el trayecto por el vuelco de su embarcación junto a 150 migrantes más. Ousman corrió con más suerte y alcanzó las costas de Fuerteventura, tocando al fin, a sus 17 años, la tan célebre Europa, objeto de fantasía durante su infancia.

“Cuando llegamos llovía. Estaba la policía, la ambulancia y la televisión. Vinieron corriendo con unas mantas rojas, me taparon y comprobaron que estaba bien. Aquel recibimiento fue cálido y muy agradable”, explica, a pesar de que “tenía miedo” al ver a los agentes armados con metralletas. “Pero, después de lo vivido, lo acabas entendiendo y asumiendo”. Estuvo 33 días en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la Isla y, al ser menor, “me dijeron que tenía derecho a residir en España porque la ley internacional me amparaba”. Le enviaron a Málaga, y allí permaneció un par de días, hasta que le preguntaron dónde quería ir: “Les dije que a Barça, porque la conocía por el fútbol”. Eso fue el 24 de febrero de 2005.

LOS ÁNGELES

En la capital catalana le tocó hacer vida de sinhogar. Sus primeras impresiones, de ir “súper feliz y contento porque ya no tenía policías ni mafiosos que me persiguieran” se convirtió rápidamente en “auténtica tristeza”. Deambulaba por la ciudad con la sensación de estar completamente solo, de nuevo en el desierto, puesto que “iba saludando a la gente y nadie me contestaba, hasta que saludé a una señora y se asustó. Me di cuenta de que los blancos eran raros. Antes pensaba que eran dioses”. Ese día se acostó, en un banco de la avenida Meridiana, decepcionado.

A la mañana siguiente, indica, “el ángel de la guarda que me ha estado protegiendo volvió a aparecer”, y le dijo que hablara con una señora a la que no conocía de nada. Cuál sería su sorpresa al descubrir que esa mujer y su marido lo acogerían en su casa y lo tratarían como un hijo, garantizándole una educación y cumplir el sueño europeo. Se preguntaba por qué él había sobrevivido y otros tantos amigos suyos no. Y hoy puede decir que tiene la respuesta del para qué: “Sé que llegué para dar voz a los compañeros y a las miles de almas que han muerto y siguen muriendo”.

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