crisis migratoria

“¡Libertad! ¡Libertad! Estamos cansadas, queremos marcharnos”

Una veintena de mujeres se concentraron ayer en el recurso para migrantes gestionado por Cruz Roja en la antigua cárcel de Santa Cruz para pedir que les dejen salir de Canarias
Imagen de la concentración de ayer. Tatiana Delgado
Imagen de la concentración de ayer. Tatiana Delgado

A las cinco y cuarto de la tarde, frente al recurso para migrantes que gestiona Cruz Roja donde antes estaba la antigua cárcel de Santa Cruz, no hay un alma. Solo una agradable segurita que cruza la calle. En la esquina se ve a la gente tomando cerveza en una terraza con poca separación y optimismo pospandémico. Y frente al recurso, una señora rubia mira desde la ventana, acompañada de un señor sin camisa y un microondas blanco. Detrás del las verjas del centro, se ven cinco carritos de bebé. Y poco a poco empiezan a salir varias mujeres y algunas niñas. También se ve a algún hombre, pero son pocos.

“Se nota que eres la líder”, le digo a Amina, una mujer marfileña de 30 años que saca una pancarta y organiza a todo el mundo. Sonríe. “Es la mamá”, bromea otra chica más joven. Las niñas juguetean en la acera, algunos bebés cuelgan de las espaldas de sus madres, enrollados en pañuelos. “¡Libertad! ¡Libertad! Estamos cansadas, queremos marcharnos”, gritan. Son una veintena. “Les están dando prioridad a las mujeres que no tienen hijos, pero nosotras llevamos meses aquí”, se queja Amina, que dice que llegó hace cuatro meses. Se les nota desgastadas. El centro, según información de la Cruz Roja, tiene treinta habitaciones y se organizan dando prioridad a que las familias con hijos puedan estar juntas. Pero las usuarias se quejan de la comida, de que duermen mal, de que no tienen nada que hacer. Los niños, al menos, están escolarizados, según explican.

“¿Has pedido protección internacional?”, le pregunto a una chica marfileña de 20 años con un bebé de ocho meses. Llegó hace dos a Canarias. Parece una locura pensar que ese bebé hizo un viaje en cayuco con solo medio año. Parece imposible que esas niñas que están riendo mientras gritan y sacuden la pancarta hayan estado varios días quietas, pasando frío en el mar. “No, pediremos el asilo cuando lleguemos a la ‘Grande Espagne’, me responde. Temen que pedir el asilo aquí vaya a ralentizar la salida, pues tienen que esperar a que les den cita para una entrevista y los tiempos a veces se alargan.

Omar también lleva mal su vida en el centro. Tiene 22 años, es senegalés, ha estado siete meses en las Islas y tiene familia en Barcelona. Es grande, usa una chilaba y se mueve como si estuviera inquieto, enfadado, desesperado. “Chaque jour [cada día] comemos basura”, dice mezclando el francés y el español. Salman -nombre ficticio-, de 38 años, lleva en el carrito a su hijo de año y medio. Llegó a Canarias hace seis meses. “¿Y no te dio miedo meter al niño en la patera con un año?”. Primero hace una mueca como diciendo: “Claro, ¿pero qué otra cosa podía hacer?”. Y luego añade: “No hay trabajo en Marruecos”. Allí era agricultor. “Y el rey Mohamed VI, ¿qué te parece?”. “Mohamed VI malo, mucho zig-zag, me dice mientras bromeamos con el el gesto internacional de la corrupción, que es abrir y cerrar la mano antes de llevarla al bolsillo. “Aquí solo comemos y dormimos”, dice con resignación sobre su vida en el centro. “Estamos esperando a entrar en la lista del Ministerio”, afirma, con la esperanza de estar pronto en uno de los contingentes que Migraciones derive a la Península.

Cerca del centro, aparcado en un coche, me encuentro con un señor de mirada antropológica que analiza el barrio. “¿Eres de por aquí?” “No, soy de la Avenida Venezuela, pero vengo todas las semanas porque conozco a mucha gente”. “¿Y cómo ha integrado el vecindario esta situación?”. “Pues hay de todo. Algunos están preocupados por ayudarlos. Y otros se quejan porque nunca habían vivido una situación similar. Les intimida ver a tanta gente aquí sin ocupación, a veces sentada en la calle. En otros sitios es normal. Y luego están los que lo están pasando mal y creen que los migrantes reciben más ayudas que ellos. Aunque no sea así. Yo solo te estoy comentado lo que dice la gente, ¡¿eh?!”. “Pero también es una oportunidad increíble de ver las diferencias culturales, ¿no?”, le sugiero. “Sí, pero eso, a determinadas personas, no sé si les interesa demasiado”.

De camino al recurso veo a Miriam, que tiene 22 años y es de Malí. Llegó hace solo dos semanas y tiene un aspecto estupendo. Quiere llegar hasta Francia para estar con su hermano, trabajar y mandar dinero en su familia. En Malí, me cuenta, dejó de estudiar para hacer trabajo doméstico en su casa. También me dice que ella está agradecida a la acogida que le ha dado España, que la comida del recurso no es una maravilla, pero tampoco es bodrio asqueroso. Que come carne, pescado, pollo. Que está bien. “Pero es normal que los que llevan aquí varios meses lo vean todo mucho peor. Están cansados”.

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