
Don Jacobo Ahlers era cónsul general de Alemania en Canarias durante la Segunda Guerra Mundial y, antes, en la contienda civil española. Mi abuelo, Pedro González de Chaves y Rojas era su amigo y su apoderado general. Conservo la máquina de escribir Underwood, portátil, que don Jacobo le regaló a mi abuelo. En ella aprendí a escribir, siempre con dos dedos, una costumbre muy periodística.
En aquella época, Canarias era un nido de espías. Un amigo me contó que los espías alemanes y británicos se llevaban tan bien entre ellos que una vez cumplida su diaria misión de contar barcos, aviones y submarinos que recalaban por aquí –y transmitirlo- se iban a tomar un café juntos.
La sociedad tinerfeña, tras la brutal represión del bando ganador durante e inmediatamente después de la Guerra Civil, se pacificó un tanto, quizá harta de fusilamientos y de persecuciones que terminaron en una emigración muy dolorosa. La guerra europea volvió a desencantar a los pacifistas aunque enardeció a los partidarios de los bandos en liza. Pero lo cierto es que aquí, en Canarias, convivían alemanes e ingleses y confraternizaban en lo posible.
Don Jacobo era, naturalmente, el gran jefe de los espías alemanes, como lo era la mayoría de los cónsules de la Alemania nazi, aunque me da que don Jacobo no debe ser considerado un nazi, sino un diplomático involucrado con el Gobierno de su país en tareas de información.
El título de este relato viene a cuento porque el diplomático alemán no desperdiciaba sus correos ocasionales, para trasladar a la Península información sensible que no podía enviarse, ni siquiera cifrada, por telégrafo, que era el método habitual utilizado por los servicios secretos británicos y alemanes desde Canarias.
Mi abuela, quizá en el año 40, tenía que viajar a Madrid para visitar a su madre, Dolores Sierra O´Marron, cubana de Holguín, viuda de militar expedientado del Ejército español (era teniente coronel) por interceder con vehemencia ante Weyler a favor de unos soldados mambises que iban a ser fusilados por el general español. Le costó la carrera, porque iba disparado hacia el generalato y se quedó en teniente coronel, aunque logró retirarse con honores, quizá porque su padre había sido brigadier.

Don Jacobo, enterado del viaje de mi abuela, creo que a bordo del vapor Plus Ultra, aunque este dato no lo tengo muy claro, le indicó a mi abuelo que si su mujer podría trasladar a la Embajada de Alemania en Madrid unos documentos de gran valor informativo para los Servicios Secretos del III Reich. Tuvo la honradez de advertirle del riesgo que corría.
Los barcos que realizaban la ruta Canarias-Península eran abordados en Gibraltar por fuerzas de la Royal Navy, que los registraban exhaustivamente, poniendo a los pasajeros en filas y escrutando pertenencias y camarotes. Mi abuela se asustó cuando vio a los soldados ingleses abordar el barco. El sobre lacrado con los documentos estaba en su camarote. E ideó un sistema ingenioso para esconderlo.
Había un pequeño hueco entre la bañera y la pared de la estancia. Desató los cordones de sus botines, los enredó al sobre y los colgó de la tubería que abastecía de agua al baño, que se extendía por aquella rendija. Un oficial de la Marina británica entró en el camarote y lo registró a fondo. Mi abuela era una mujer serena. Sabía que si la cogían la podían condenar a muerte por espía. Le dio conversación al oficial británico, al que acompañaba un joven soldado, todavía más mosca cojonera que aquel teniente, según me contaba ella, muchos años después.
En un momento dado, el soldado inglés abrió el grifo de la bañera y se acercó peligrosamente a los documentos escondidos, pero finalmente el oficial le conminó a que no registrara más. Una vez que abandonaron el camarote, el soldado volvió para mirar debajo de la litera, donde se encontraban los botines sin cordones, pero lo debió considerar normal porque no hizo comentarios y finalmente se marchó.
Mi abuela, tras viajar de Cádiz a Madrid en tren, entregó los documentos sensibles en la Embajada de Alemania. Un miembro de los servicios secretos le preguntó si había tenido alguna dificultad en su traslado.
Ella le contó el registro de Gibraltar y le dijo: “Parece que sirvo para espía, pero no lo haré nunca más. Casi me muero del susto”. El hombre dio un taconazo y la invitó a un té. Y don Jacobo Ahlers –y, sobre todo, mi abuelo— respiraron aliviados cuando ella, por teléfono, les informó del éxito de su misión. A la vuelta les contó lo que ustedes ya saben.
Mi abuela Lola nunca le dio importancia a aquello, pero un día, hablando con ella de las cosas de las guerras (en la española perdió a un hijo, que se llamaba como yo, o yo como él), me lo contó. Y yo ahora incluyo su historia de espías, y en su homenaje, en estos Relatos de verano.