lucha canaria

Hasta los ciegos iban a ver al irrepetible Juan Barbuzano

Su camiseta de brega se hacía insuficiente para embolsar, en sus tardes triunfales, el dinero que, a puñados, le tiraban y entregaban desde las más recónditas gradas
Hasta los ciegos iban a ver al irrepetible Juan Barbuzano

Por Antonio Salgado. En la lucha canaria y en el ecuador de la década de los 60 hizo aparición una especie de Aquiles. Pero así como este fue héroe de la Iliada homeriana, invulnerable excepto en el talón, nuestro héroe vernáculo, aquel acaparador de masas, tenía aspecto de monolito teidetano, espaldas de Platón, brazos de escultura griega, veinte años y 105 kilos en la báscula.


Tengo que confesar con cierto sonrojo que aún siendo un gran aficionado a todas la manifestaciones del músculo, apenas me atraían las luchadas porque, a mi juicio, las encontraba plomizas, de cierta rutina, muy convencionales y carentes de emoción, aunque, claro está, era una opinión muy personal y apresurada. Sin embargo, tras la irrupción del invicto, procuré no perderme una. Y cuando en el cartel figuraba Juan Barbuzano trataba por todos los medios de comprar la entrada con la suficiente antelación para evitar el cartelito de “no hay localidades”.


Y así, con no disimulada sorpresa, me veía con el pañuelo en mis manos, levantado de mi asiento y aplaudiendo aquel goce visual de músculo y habilidad. Y es que en todo deporte, en toda actividad atlética, siempre ha sido necesaria la aparición de un ídolo, de un auténtico campeón sin trampa ni cartón; que se haya izado por sus propios méritos y no por bien encauzada propaganda; que no sea un “deportista de margarita”: hoy, sí; mañana, no. En Tenerife, ante la admiración de propios y extraños, había surgido aquel fenómeno del terrero, aquella figura del pantalón de lona y de la fibra por carne. Muchacho admirablemente modesto, que parecía ruborizarse cuando en medio del recinto iba a recoger cálidos aplausos; joven con aspecto de gigante devastador pero con corazón de gacela. Luchador notablemente paradójico: era derribado por todo el mundo… pero eliminaba a todo el mundo…


Se quedaba solo en el terrero, sobre el círculo mágico de la lucha canaria. Era mole que prodigaba con acrisolada maestría aquella gama de cangos, garabatos, traspiés, burras… Era luchador que hasta “agarraba” de distinta manera, bastándole su índice y pulgar para asirse perfectamente al pantalón antagónico; era hombre que parecía no querer lucirse con los enemigos de corta talla y escaso peso, haciéndolo con los mas corpulentos, siempre escudándose en su ejemplar mesura, a los que dejaba sentados como niños; mordiendo el polvo, la arena del terrero; impotentes en el vacío…. Temperamento tranquilo y despreocupado, contrastaba con su juventud, siempre más propicia a la inquietud que a la parsimonia.


Su camiseta de brega se hacía insuficiente para embolsar, en sus tardes triunfales, el dinero que, a puñados, le tiraban y entregaban desde las más recónditas gradas y desde las confidentes sillas taurinas. Era como un terremoto que había arrancado casi de cuajo algunos de los espíritus conservadores que aún vivían con los intocables e inmarchitables recuerdos de las grandes hazañas de los Angelito, El Sopo, Camurria y otros. Era pródigo industrial que fabricaba aplausos colectivos, estos ruidos indiscriminados y mostrencos que están siempre dispuestos a la aprobación abusiva. Todos han visto a esos toreros que, cuando un compañero ha levantado el paroxismo del público, dan la vuelta al ruedo con él, aprovechando, el trío, una abusiva proindivisión de entusiasmo.


Muchos entendidos en la materia aseguraban que Juan Barbuzano se dejaba “caer” ante la mayoría de sus rivales para que éstos tuviesen la oportunidad de recoger del público la cariñosa donación crematística tan peculiar en la lucha canaria y que nadie entiende sino los propios canarios. Todo podía darse en aquel recio mocetón nacido en el pintoresco pueblecito herreño de Isora, apartado rincón de las grandes urbes pero rico, muy rico, en esa nobleza tan característica de nuestro pueblo, donde la protesta, el insulto y la ambición parecían estar borrando los cánones más elementales.


Sí, la lucha canaria tenía un nuevo fenómeno, una especie de Aquiles, sin su famoso talón, afortunadamente, pero con cuello de toro y torso con aspecto de tronco de encina. Había comenzado la pesadilla para los Chavales, Pollos de Máguez, El Pala, Pollo de las Canteras, Felipe del Castillo, Gregorio Dorta, flor y nata de nuestro autóctono deporte, bastiones de prestigio dentro de nuestra típica manifestación del músculo que se veían apabullados por aquel joven de veinte calendarios que repartía cangos y garabatos con asombrosa facilidad, con una movilidad que nos hacía olvidar sus ciento cinco kilos.


Ya conocía la tipografía mayúscula, el constante halago de las multitudes, pero teníamos la impresión de que iba a conservar su sencillez original, que sería inmune al peligroso “mareo” de la popularidad.


Los aficionados a la lucha estaban de enhorabuena. Intuían que los próximos campeonatos estarían muy reñidos. El dúo Sosa Barbuzano era el favorito, pero los otros puntales podían dar la sorpresa. La lucha canaria se había salpicado de sal y pimienta, que habría que dosificar para evitar las úlceras del desbordante fanatismo que, como norma habitual, no hizo aparición.

Crecimiento de Juan Barbuzano


Nuestro típico deporte, de limitadas fronteras, había roto, sin embargo, ciertas metas. En torno a los clásicos viejos de rostros curtidos por las faenas del campo, enmarcados en sombreros de fieltro negro, espectadores habituales de esta antigua manifestación, había surgido una nueva ola, con mechones, mandíbulas con actividad de chicle y suéteres anudados a la espalda. Era detalle muy significativo del auge que este deporte había cobrado entre aquella juventud.


Pero quizá uno de los detalles más sugeridores y sorprendentes, el más elocuente, fue el presenciado en una de aquellas tardes gloriosas teniendo como marco incomparable nuestra mudéjar plaza de toros, con motivo del encuentro Hespérides-Benahoare, en el que Juan Barbuzano, inspiradísimo, derribó y eliminó a siete adversarios y donde en primera fila, un ciego, en dolorosa y amarga limitación, acompañado de su lazarillo, había acudido para oír el clamor, el entusiasmo, la pasión de unas escenas que nunca pudo ver.

TE PUEDE INTERESAR