día de canarias

El Hierro: donde el mar se traga al sol

La más joven de las islas es el mejor refugio de la canariedad; allí donde el pueblo es tan indómito como su volcanismo y su océano
La isla de El Hierro y sus paisajes, al igual que la idiosincracia de los herreños, tienen un papel fundamental. | CEDIDA
La isla de El Hierro y sus paisajes, al igual que la idiosincracia de los herreños, tienen un papel fundamental. | CEDIDA
La isla de El Hierro y sus paisajes, al igual que la idiosincracia de los herreños, tienen un papel fundamental. | CEDIDA

A sus ocho años de edad, Guillermo asistía al impagable espectáculo del atardecer que empieza cuando se inicia el viaje desde La Dehesa y se termina con el anochecer de Orchilla. Absorto, resumió semejante paleta de colores desde su particular universo y con la lucidez de la infancia: “El mar se traga esa gran galleta que es el sol, y luego eructa todas estas estrellas y la Luna”. Así de indómito es el océano en El Hierro, como lo son sus gentes y lo es su volcanismo, señas de identidad de la canariedad. No en balde, se trata de la más joven de las Canarias y, por ende, el mejor refugio de su santo y seña: la naturaleza.

Porque un niño nunca podrá apreciar, asumir la esencia de ser canario si se cría en la ciudad, sea Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas de Gran Canaria, porque el piche de sus calles no está vivo, como no lo están los bordillos de las aceras. Para entender lo que es ser canario, para que tu piel absorba el salitre y se corte con la laja, para aprehender la canariedad y que entre por los poros del entendimiento, nada mejor que El Hierro. Sentir que vuelas al saltar mientras bajas a toda velocidad por las laderas de El Jorado, bajando de la Villa al Tamaduste, o nadar en el muellito de La Restinga mientras te pasan por debajo los chuchos (rayas y mantas). Donde te envuelve el invierno de Valverde, lleno de bruma y rocío, pero también donde todas las estrellas del cielo parpadean para ti tumbado sobre la pinocha de la Hoya del Morcillo. En la isla donde no hay ni un solo grano de arena, pero hay hasta playas de gravilla roja. Justo donde antaño se pensaba que estaba el fin del mundo, cuando en realidad era la puerta de salida hacia un mundo nuevo, lleno de oportunidades y lejos de los viejos tiranos, que tiempo siempre hay de batallar contra los venideros. El Hierro es joven y, por ende, indómito. Y sus hijos, faltaría más, son los primeros que no se pliegan ante la imposición, como demostraron frustrando los planes de la OTAN para militarizar la Isla, aunque para ello hubiera que modificar ligeramente el trayecto por donde baja y sube la Virgen de Los Reyes en una fiesta que convoca a los de allí, a los de aquí y a los de allá.

Porque hay demasiados herreños fuera de El Hierro, esa isla tan seca que su leyenda más querida es un árbol de cuyas ramas se podía recoger el agua de la bruma. Allí donde se produjo, como relata uno de sus hijos más preclaros, el fantástico escritor herreño Víctor Álamo de la Rosa, el llamado Año de la Seca, dado que ni un solo día llovió en aquel espantoso 1948, cuando quedarse en la isla y morir de sed y de olvido, o huir hacia el horizonte desconocido que plantea el mar, eran las únicas alternativas que la desesperanza ofrecía a sus habitantes.

Como nada asombra más que lo auténtico, en El Hierro abunda la magia. Es la isla donde hay árboles que, de indómitos, se retuercen hasta lo imposible antes que sucumbir al embate del viento, pero también es allí donde un gigante parece haber dibujado con escuadra y cartabón una línea en pleno Atlántico que deja, a un lado, todas esas puntas blancas pintadas por la espuma de la ola azuzada por el alisio, y por otro -justo a partir de esa divisoria perfecta- la hegemonía azul de un mar en calma.

Mar de las Calmas, le llaman, cuando basta navegar entre sus aguas para comprender que habita allí la fauna marina más asombrosa, con tamboriles que han llegado a medir dos metros o tiburones martillo que disputan a bocados al asombrado pescador ese escolar que ya había mordido el anzuelo. Las Calmas, dicen, cuando el camino a la costa desde Las Casas está jalonado de cicatrices eruptivas que siguen, cual eterna procesión en honor a Vulcano, sucediéndose en las profundidades inmediatas a su rebelde y abrupto litoral.

Cuando Iñaki Gabilondo le pidió a José Antonio Labordeta, aquel que llevó a toda España en su mochila, que eligiera solo un lugar de todo este país, aquel sabio no dudó en responder: “El Hierro, porque es la tierra recién emergida, la tierra recién nacida. Caminar por El Hierro es, en algún momento, como estar en el principio de las eras”. ¿Dónde, sino en su Parador iba a inspirarse Joaquín Sabina para encontrar su Hotel, dulce hotel?

Por eso y por tantas cosas más, El Hierro atesora la esencia de la canariedad en su naturaleza joven e indómita, porque allí es donde el mar es capaz de tragarse el sol como si fuera una gran galleta, para luego eructar tantas estrellas como caben en su cielo infinito por limpio.
Porque en El Hierro no está el fin del mundo. Es donde te reencuentras con su inicio.

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