Mustafá envuelve cuidadosamente los kebab en papel platina. Al finalizar, acomoda un tazón de arroz boca abajo en un plato grande previamente calentado en el microondas. Luego añade el pan pita, un poco de crema de yogur, ensalada y finalmente, el cordero molido. Va y viene sin parar a la cocina para cumplir con todos los comensales y al mismo tiempo me explica cómo hace el shish kefta.
Youssef llega más tarde. Termina de preparar el té que puso al fuego su socio y amigo y sirve tres baklava, un dulce típico de Marruecos pero que también se cocina en otros países árabes.
Llegó en 2007 a Arinaga, Gran Canaria, con 15 años y Mustafá lo hizo en noviembre del año anterior, con apenas 12, a la isla de Lanzarote. El destino hizo que se conocieran más tarde en el centro de menores de La Esperanza, en Tenerife.
Youssef es natural de Dajla y Mustafá de Sidi Ifni, capital de la antigua provincia española. Ambos decidieron viajar a España en busca de una vida mejor, con mayores posibilidades, libertad, y un futuro sin imposiciones sino elegido por ellos. Un sueño que solo podían cumplir viajando en patera. Llegaron en pleno repunte migratorio, -en 2006 llegaron a las islas 31.678 personas en 515 pateras- con todo lo que eso implicaba: un mayor control policial y el riesgo de fracasar y regresar.
Mustafá lo hizo motivado por su hermano mayor quien habló con sus padres y los convenció. “Les prometí que me iba a buscar la vida, que los iba a ayudar y que no iba a fumar ni a beber”, bromea.
Tenían que trabajar mucho para comprarle los libros de estudio a él y a sus dos hermanos, así que les aseguró que les iba a corresponder de igual manera. Todos los meses les envía dinero.
Youssef ya tenía amigos que estaban en España. No les dijo nada a sus padres de la aventura que iba a emprender porque tenía miedo de preocuparlos y como era muy buen estudiante en Marruecos, que no lo dejaran irse. “¿Cómo le vas a decir a una madre que vas a cruzar el océano durante tres días en una patera?”. Un secreto que guardó el mayor de sus ocho hermanos, todos varones, su único cómplice en aquel momento.
Cuando llegó a Canarias lo primero que hizo fue llamarlos. “Mi madre se puso a llorar, pero ya no podían hacer nada”, cuenta. Mustafá añade que la suya también lloraba y como es lógico, él hizo lo mismo cuando escuchó su voz.
Ninguno de los dos dudó acerca de la decisión que tomaron en su momento. “Claro que hay miedo, ¿pero qué vas a hacer? No hay que pensarlo. También te puedes morir durmiendo”, se defiende Youssef.
Las condiciones en las que viajaron fueron muy duras. “De día sufres mucho calor, con el sol pegando de frente todo el tiempo y cuando el mar está malo, no paras de vomitar”, precisa Youssef, quien no pudo comer en los tres días de travesía, igual que su amigo, quien al ver las luces de Lanzarote, empezó a meter latas de sardina y pan en su pequeña mochila porque no sabía adónde iba a ir y tenía miedo de pasar hambre.
No hablan de mafias sino de negocios. “En Marruecos hay personas que se dedican a eso, que trabajan en el mar y cuando saben que hay gente que viaja, le pagas y te traen. No son mafias, no te matan ni nada, se dedican a hacer esos viajes”, aclara Youssef, quien pagó 500 euros, una cantidad “irrisoria” en la actualidad, porque están pidiendo “mínimo” hasta 2.000 euros. Mustafá tuvo suerte. No pagó absolutamente nada porque la persona que lo organizaba “era como de la familia”.
Se conocieron en la escuela hogar de La Esperanza, en El Rosario. Estando allí ambos estudiaron.Youssef eligió música porque tocaba instrumentos en un grupo solidario y Mustafá optó por formarse como ayudante de cocina. Estudió en Tegueste y luego hizo las prácticas en un restaurante de La Laguna, donde vivía y terminó trabajando, ya que al cumplir los 18 años se fueron del centro y cada uno se abrió camino.
El destino hizo que volvieran a coincidir en el restaurante en el que trabajaba Mustafá, donde Youssef presentó su curriculum y lo aceptaron como camarero.
Trabajaron juntos cuatro años y luego probaron suerte en otro. También compartieron piso hasta que cada uno formó su pareja.
Cansados de trabajar para terceros, como habían ahorrado dinero y conocían los secretos de la restauración, cada uno desde su ámbito, se atrevieron a emprender otra aventura: abrir y gestionar su propia empresa. Así nació ‘Alhambra‘, ubicado en la Cuesta de la Villa, en Santa Úrsula.
Fue Youssef el que vio el local por internet. “Todo el día estaba buscando en páginas de Facebook y encontré éste, que era de otro chico marroquí que nos lo traspasó a nosotros. Se lo comenté a ‘Musta’ -así llama a su amigo- y vinimos a verlo”.
Nunca pensaron que iban a conseguirlo. “De no ser por Youssef, que fue el que me impulsó a ésto, seguiría trabajando en el mismo lugar hasta no sé cuándo”, declara Musta.
Abrieron el 13 de marzo y desde entonces no paran. Apenas lo inauguraron le enviaron fotos y videos a sus familias, “que están muy orgullosas”, subrayan al unísono. “También los clientes están contentos porque las reseñas que tenemos en redes sociales son buenas”, añaden.
El nombre Alhambra procede de una expresión árabe que puede traducirse como “castillo rojo” debido a la tonalidad de sus muros y torres, el mismo color que eligieron para pintar la fachada del inmueble. La decoración y la oferta gastronómica, que fusiona la comida marroquí con la de otros países árabes, también fue una elaboración conjunta.
De momento están ellos dos “trabajando solo media jornada que son doce horas”, bromea Youssef. Hasta que el negocio funcione bien, porque tienen pensado contratar a empleados aunque de momento saben que tienen que “estar ahí, pendientes de todo. Hay que sembrar primero para recoger”.
Una década y media después, los menores que viajaron a Canarias en patera en busca de su sueño lograron cumplirlo: son hombres, pequeños empresarios con sus parejas, que han aprendido un oficio, se buscan la vida y viven como siempre han soñado: con más libertad.