Childhood´s End, exhibida en castellano con el título El Fin de la Infancia, fue una miniserie que presentaba en 2015 un fin del mundo un tanto singular, especialmente sí consideramos que adaptaba una fabulosa novela de Arthur C. Clarke publicada originalmente en un lejano 1953. La trama pivota alrededor de un tema que en la ficción televisiva y cinematográfica actual nos resulta bastante recurrente, el contacto con una civilización extraterrestre. Los alienígenas, que sin un ápice de modestia se hacen llamar “los Señores Supremos”, llegan a la Tierra para instaurar una nueva Edad de Oro, acabando realmente con las guerras, el hambre, la contaminación y la enfermedad. Al cabo de unos años de idílica convivencia y tras un paulatino desarrollo de capacidades psíquicas en los niños, los Señores Supremos, para frustrante tormento de sus padres, sacan a los infantes del planeta y anuncian al resto de la humanidad que no habrá más nacimientos como consecuencia de una infertilidad inducida. Ponen fecha de caducidad a la vida, que se extingue pasadas unas pocas décadas. La Tierra, yerma de vida, es finalmente destruida por una raza alienígena que la genialidad de Clarke concibió con el aspecto más clásico de los demonios, con cuernos, alas, pezuñas y cola, dando sentido con ello a porqué durante milenios imaginamos al Diablo con ese aspecto. Aunque parece un escenario científicamente improbable para un hipotético Armagedón, es una improbabilidad científica que fue tomada en consideración por el reputado e influyente astrofísico Stephen Hawking en 2010, cuando alertó del riesgo de que nuestras llamadas al espacio en busca de vida inteligente fuesen respondidas por alguna civilización saqueadora, raza a la que la humanidad y su supervivencia le importaran más bien poco. Dejando a un lado las invasiones esclavizadoras o los ultimátum a la Tierra purificadores, lo que no deja de ser cierto es que es precisamente del espacio exterior de donde puede proceder el vehículo con el que cristalice la sexta extinción. Tal debacle planetaria tampoco parece probable que vaya a ser desencadenada por el legendario e localizado planeta Nibiru, cuya cacareada y frustrada colisión con la Tierra defendida durante años por autores como David Meade, fue anunciada para el 23 de septiembre de 2017, generando un alarmante fenómeno viral que requirió nada menos que de un desmentido por parte de la NASA. Muchísimo más probable es que la vida terrestre sea cercenada por un devastador asteroide. Ya ocurrió en el pasado y los científicos no descartan que pueda volver a ocurrir, de ahí que hasta Naciones Unidas, buscando concienciar sobre este tipo de amenaza latente, declarase el 30 de junio como el Día Internacional del Asteroide, como un claro guiño al Evento de Tunguska. El evento implicó la explosión de un meteoroide a varios kilómetros de altitud sobre Siberia, devastando ese día de 1908 más de 2000 km2 de bosque. Aunque poco podemos hacer para sobrevivir a un asteroide como el que supuestamente arrasó los dinosaurios hace 65 millones de años tras impactar en la costa mexicana de Chicxulub, en un alarde de optimismo la ciencia no se ha cruzado de brazos. Además de promover programas de detección precoz que ya han permitido catalogar la práctica totalidad de los objetos con más de 1 Km. de diámetro, también ha desarrollado al menos dos instrumentos para calcular el riesgo de impacto, las conocidas Escala de Palermo y Escala de Turín, que sirven para calibrar lo peligroso o no que resultan los asteroides, cometas y meteoroides cercanos a la Tierra. De momento los científicos se conforman con detectar al ángel exterminador con una antelación mínima de veinte años, realizar simulaciones de los daños para visualizar el mundo postapocalíptico al que podemos quedar relegados, y barajar, en tercer lugar, como opción más plausible el desvió de la órbita del potencial destructor planetario, para así evitar la colisión y abrazar alguna esperanza, aunque sea remotísima, de continuidad. Quien piense que algo así es improbable que ocurra es que no ha echado bien las cuentas. La inmensa mayoría de los expertos, -emulando con precisas ecuaciones y algoritmos modernos lo que antaño se dejaba en manos de astrólogos y profetas- se han convertido en verdaderos agoreros de este auténtico Final de los Tiempos, en la medida en la que se ha calculado que un impacto de una roca como la que pulverizó durante el Cretásico-Paleógeno al 75% de las especies, ocurre cada 65 millones de años. Eso significa que estamos en tiempo de descuento, es decir, que vivimos de prestado y ya es tiempo de que la profecía científica se cumpla. Casi siempre hay media docena de pedruscos bajo vigilancia permanente. La precisión es de tal calibre que hasta los científicos se arriesgan a señalar los lugares del planeta con más probabilidades de sufrir el impacto de asteroides, y, por tanto, con más papeletas para acaparar el castañazo final. La “diana planetaria” estaría pintada en las regiones circumpolares y en las latitudes templadas del hemisferio Norte, según las estimaciones de los astrónomos bolivianos Jorge Zuluaga y Mario Sucerquia, del Solar, Earth and Planetary Physics Group de la Universidad de Antioquía, en Medellín. Ambos diseñaron una detallada simulación de nuestro Sistema Solar que les permitió precisar en enero de 2018, en base a los datos disponibles hasta la fecha, que las zonas más seguras, o al menos con menos riesgo, eran las ecuatoriales y las del trópico. Así pues, Madagascar, Zambia, Zimbabue, Botsuana, Sudáfrica y Mozambique serían los espacios idóneos para agenciarnos un refugio en el que mantenernos a salvo de un eventual impacto cósmico.
Un apocalipsis extraterrestre
Alienígenas e impactos cósmicos pueden escribir el fin de la Tierra