Su vida puede resumirse en varias cifras: tres hijos, cinco nietos, cinco bisnietos y cien años bien llevados a sus espaldas. Mamerta Francisca Bermúdez Campos, conocida por familiares y amigos como Panchita, ha pasado penas, injurias y hambre, pero con un siglo de vida, todavía sonríe y con ganas.
Nunca ha dejado de hacerlo. Tampoco de pintarse los labios de rojo carmín, su color preferido, y las uñas, aunque para esto último necesite la ayuda de sus hijas, Teresa y Ángeles, quienes nunca han visto a su madre “contrariada” pese a los momentos duros que le tocado vivir. Por el contrario, siempre tuvo compasión por aquellas personas que la merecían y no dudó en echar una mano a quienes le hizo falta. Todavía hoy, a su manera, lo sigue haciendo.
Noble, tranquila, y presumida por sobre todas las cosas. Le gusta vestirse con colores alegres y llevar anillos, collares y pulseras. También sentarse a mirar las flores y plantas que inundan el patio de entrada de su casa, que en estos últimos días, con motivo de su cumpleaños, el 11 de mayo, se han multiplicado.
De padre lanzaroteño y madre vitoriera, Panchita, como la conocen en La Victoria de Acentejo y en la comarca, llegó a Tenerife de su Cuba natal cuando apenas tenía seis o siete años acompañada de sus tres hermanos, Eliseo, María y Blanca, ya fallecidos.
“Manuel, mi papá era de Lanzarote”, dice orgullosa. Como muchos canarios en el siglo XIX se fue al país latino a labrarse un futuro mejor. Estaba como encargado de un cañaveral de azúcar cuando conoció a su madre, quien también había emigrado con una de sus hermanas y su esposo. En su caso, el trabajo consistía en lavarle y acomodarle la ropa a los colonos. Victoria era viuda, varios años mayor que él, y con un hijo, pero no les importó. Se casaron, tuvieron tres hijas más y decidieron volver a su tierra.
Panchita repitió la historia de sus progenitores ya que su marido, Domingo, de quien se enamoró cuando iba a cuidar las huertas de sus padres, es diez años menor que ella.
La familia arribó a Santa Cruz de tenerfe y en la calle Viera Clavijo abrió una pequeña tienda de comestibles. Luego su padre fue guardián en unos talleres del muelle de la capital y su madre se ocupaba de las labores de la casa y del cuidado de sus hijos.
De joven, Panchita trabajó en unos almacenes de venta de ropa, donde también se confeccionaba la ropa que vendían. Recuerda con mucho cariño a sus dueñas, doña Amparo y doña Micaela, dos hermanas que le enseñaron a coser. Al ver que tenía muchas inquietudes y habilidades especiales para ello, le ofrecieron pagarle los estudios de corte y confección mientras seguía allí como dependienta.
Sacó el título que la habilitó para el que fue su oficio durante toda su vida y gracias al cual la conocen como Panchita, la modista en La Victoria, donde la familia se fue a vivir años después. Es la misma casa en la que todavía reside junto a su esposo, aledaña a la de cada una de sus hijas. “Juntas pero independientes”, repite. Aurelio, el único varón, reside en el área metropolitana.
En la puerta de entrada, unas letras azules sobre azulejos blancos advierten al visitante que ha llegado a Casa Panchita. En un cuarto por fuera del inmueble, tenía su pequeño taller con dos máquinas de coser. Allí también aprendió Ángeles, quien heredó el oficio de su progenitora. Lo aprendió de pequeña, sentada en una silla “y con un trapito”, aunque nunca se dedicó a ello.
Poco a poco Panchita se fue haciendo conocida en el arte de los retales en toda la Comarca de Acentejo, sobre todo en la confección de trajes de novia y madrina. Además de confeccionar el vestido, también se encargaba del velo, el ramo, e iba a las casas a preparar a las prometidas acompañada siempre de sus dos hijas.
En esos años eran pocos los coches que había por la carretera y muchas las dificultades para acceder a ciertas zonas, sobre todo las ubicadas en la parte alta, así que cargaban con todo el atuendo de una sola vez. “Para nosotros era una novelería y una fiesta, porque las bodas se celebraban en las casas”, cuentan Ángeles y Teresa.
Si las vecinas que se casaban eran más cercanas a la familia, les ayudaban a arreglar la iglesia.
Los trajes de novia, blancos inmaculados y con grandes colas, eran los diseños a los que prefería enfrentarse. Iba con las futuras esposas a tiendas que vendían vestidos “que eran carísimos” y por lo tanto, imposibles de costear para bolsillos humildes, y ella conseguía hacerlos casi a la perfección, “pegando las piedras y las lentejuelas con muchísimo cuidado”, apuntan sus hijas. Ambas recuerdan esa época con la misma pasión que la vivió su madre porque formaban un “equipo”.
El último vestido de novia que diseñó y confeccionó fue el de Teresa, hace 35 años. Blanco, de gasa cristal y bordado con piedrecillas. Con Ángeles no ocurrió lo mismo. Como la ayudaba en el taller, según las creencias de esa época, no era bueno que viera su propio vestido porque podía traer mala suerte, así que optó por comprárselo.
Las dos hermanas recalcan que a pesar del escaso poder adquisitivo que tenían, cuando salía, Panchita siempre llevaba un cuaderno y un bolígrafo y al pasar por los escaparates, dibujaba los diseños que veía “y con un retal de 12 o 15 pesetas”, sus hijas iban al cine o a la plaza el domingo “y llevaban la moda puesta”. “Era una artista, dibujaba muy bien y tenía un gusto exquisito”, coinciden ambas.
Panchita no tuvo una vida doméstica fácil, pero eso pasó a ser un mal recuerdo. Por necesidad o supervivencia, lo ha intentado borrar casi por completo e intenta disfrutar de su familia y acudir los martes y los jueves a Acufade, el centro de la tercera edad, “que me encanta”, “donde hay gente de todos lados”, y “nos ponen a hacer gimnasia, tanto a los hombres como a las mujeres”, afirma contenta.
No es hipertensa, tampoco tiene diabetes, no necesita tomar pastillas para dormir “porque lo hace de maravillas”, y aunque hace unos años que ya no cocina, “come de todo”. Le cuesta caminar porque no ha querido ponerse prótesis de rodillas y se niega a usar bastón. Su coquetería puede más.
Su comida preferida son los dulces, principalmente, los helados y la “pierde” el arroz con leche. Ella lo preparaba con leche de cabra y cuando no tenía, usaba leche en polvo porque decía que le daba “más consistencia”.
Fue ya de mayor, con más de 65 años, cuando viajó por primera vez y conoció Galicia, Andalucía, La Gomera y La Palma. La pena que le queda es que nunca pudo regresar a Ciego de Ávila, en Cuba, la ciudad donde nació, “aunque eso ya no es lo que era”, aclara.
Cuando se le pregunta cuál es su secreto para llegar a un siglo de vida, responde con humildad: “nunca he criticado a nadie ni he dicho nada de nadie. Si no me interesa una cosa, yo callada y lo dejo pasar. No me gustan las personas que le dan a la lengua. Cada uno vive como puede y con lo que tiene, no me puedo meter en las cosas ajenas. Yo no tengo por qué meterme en las cosas de los demás”.
Y advierte que piensa cumplir muchos años más. “Mientras tanto me arreglo para ir a Acufade”, bromea sin perder su enorme sonrisa.